Se fue un grande de la narración periodística en Colombia.
POR ANUAR SAAD
POR ANUAR SAAD
No existe un
periodista en la costa Caribe que, de una u otra manera, no haya sido tocado
por la calidez y las enseñanzas de Ernesto McCausland. No existe un lector,
televidente o radioescucha, que no haya madrugado a verlo, leerlo o escucharlo,
y todo, gracias al talento múltiple que desplegaba este incansable periodista
barranquillero.
Lo conocí
hace 27 años cuando, con el terror de un primíparo, yo trataba de recorrer las
instalaciones de El Heraldo que, en ese entonces, se me antojaban intimidantes.
Él fue el culpable que, durante años, mi vida girara en torno a El Heraldo. Por
él aprendí el arte de la edición periodística; la corrección de estilo; los
secretos de la narración y, tal vez lo más importante, la necesidad de ser
creativos para seguir vivos en el oficio.
McCausland
fue un ejemplo de vida. Una vida que tuvo que empezar a defender cuando, a sus
escasos 19 años, ya estaba sorteando por primera vez una dura batalla contra el
cáncer. En ese entonces, en Estados Unidos, se sometió a terapias
experimentales que, milagrosamente, dieron resultados en él. Ese milagro
permitió que Barranquilla, el Caribe y el mundo, pudiera deleitarse, por más de
un cuarto de siglo, de la prosa exquisita de este narrador sin igual.
Pero no se
fue sin dejarnos nada. Haciendo honor a esa generosidad que lo haría célebre,
partió heredándonos un legado inmenso de piezas magistrales en diversos géneros
de la narrativa como el periodismo escrito; las crónicas televisivas; las
historias radiales y el cine, tal vez, la pasión que más lo alentaba.
La última vez
que lo vi me instó a que “calentara el brazo” con unas crónicas para El Heraldo
con las que esporádicamente pude cumplir. Era el mismo Ernesto que había
conocido 27 años antes, jovial, impaciente y sincero. Ese encuentro me hizo
evocar las largas jornadas compartidas y las miles de lecciones aprendidas.
Recuerdo su artimaña memorable de dejar a la vista su enorme maletín marrón
para que, cuando la celosa subdirectora se paseara poco antes de las seis para
verificar si sus redactores seguían allí, pensara que, en efecto, él también
estaba, mientras que en realidad, yacía perdido entre los vericuetos de la
ciudad tratando de fabricar su próxima historia.
Me dejó
boquiabierto una ocasión en la que le conté que había un tipo que llamaba al
periódico todas las mañanas, insistente, a quejarse de una factura, y él, sin
decir más, se esfumó para aparecer solo cuatro horas más tarde con una colorida
crónica de un hombre agobiado por una impagable factura telefónica: era capaz
de transformar un hecho cotidiano, en una narración impecable. Lo tenía en su
sangre. Como tenía su amor al Junior de Barranquilla y ese mamagallismo que lo
haría célebre en el tenebroso “muro de la infamia” que dividía la sala de
redacción. Era capaz de convencer a un periodista judicial con cara de
caricatura, que podía ser actor de cine (como lo hizo) y crear fotomontajes
perfectos en los que los redactores hacíamos “el baile del indio” a un cobrador
puntual que nos atormentaba cada quincena.
Para él no
había hecho que no pudiera ser contado. No había historia que no pudiera ser
relatada como una crónica y no había mayor deleite, que encontrar, en jóvenes
talentos, todavía viva esa llama por la pasión periodística y la narración. No olvidaré
jamás esas tertulias mañaneras al interior del diario con Fabio Poveda Márquez;
Ricardo Rocha, Guillermo Salcedo y Juan B. Fernández Noguera en las que, con su
picaresca natural, daba cuenta de los sucesos que habían sido noticias en ese
día. Le gustaba escuchar y ser escuchado. Le encantaba narrar, incluso, cuando
simplemente estaba hablando con sus colegas mientras tomábamos un café.
En la
academia siempre fue un referente. Para los jóvenes ha sido, y es, uno de los
cronistas modernos que los ha marcado. Y a todos los que compartimos un pedazo
de nuestra vida con él, nos dejó por fortuna, grabada para siempre en el alma,
su mágica y vital forma narrativa. Tan vital que hoy, que ya no nos acompaña en
este mundo terrenal, sus historias seguirán para siempre con nosotros.
¡Adiós,
Maestro!
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