
El texto del relato ganador, Rebelión, del Concurso de Cuento y Poesía "Metáfora", es el siguiente:
Rebelión
Por Anuar Saad
“En
los años 1600
cuando
el tirano mandó
las
calles de Cartagena
aquella historia vivió...”
Rebelión,
de Joe Arroyo
El conquistador tocó tierra enfundado en su casaca de metal plateado y,
con ese porte de semidiós, caminó airoso seguido de cerca por sus ochenta y
siete marineros que miraban el salvaje
paisaje como lobos hambrientos en busca de su presa. Se detuvo unos metros más
allá y con un gesto de su mano izquierda, sus ochenta y siete hombres también
se detuvieron. Entonces hundió la lustrosa y mortal espada sobre la arena que
devolvía los destellos del sol del mediodía y, señalando el horizonte, vociferó
lo que había querido gritar desde aquella mañana lejana en que partió del viejo
puerto español: “¡Las nuevas tierras de
Su Majestad!” Acto seguido, y sin mediar más palabras, arrasaron aldeas,
quemaron cambuchas y refugios y liquidaron, uno a uno, a los indígenas que
trataron de oponerse al yugo.
Los marineros, en loco frenesí, descubrieron la belleza salvaje de las
nativas a quienes tomaron como suyas tratando de conquistar, con la fuerza de
la espada, ese tesoro virgen que ellas escondían bajo sus exóticos ropajes.
Poco a poco los vestigios de esa civilización quedaron sepultados por una
colonización violenta.
“Toro Veloz”, el gran jefe malherido, se incorporó en medio del charco
viscoso de su propia sangre. Con una estela de muerte revoloteando sobre su
cabeza, y en medio de la oscuridad que cegaba sus ojos, rugió con una voz de
trueno que no parecía suya en un dialecto que los españoles desconocían: “Algún día, en esta vida o la otra; por mi
mano o por la de los que me siguen; pronto, o en cien vidas, tú o uno de los
tuyos, morirá por mi lanza”.
A los pocos segundos, “Toro Veloz” se desplomó para siempre. A su lado
cayó su lanza, perfectamente tallada y aderezada con piedras preciosas en la
que, esculpida en oro, refulgía la cara fiera de un león sobre su empuñadura.
Don Rodrigo, el conquistador, presuroso, se apoderó de ella.
-o-o-o-o-
La
exposición había terminado y los últimos turistas de piernas largas y blancas
como velas, desfilaban uno tras otro asombrados de las maravillas exhibidas,
mientras que el guía de rostro adusto y mirada desconfiada, se cercioraba que
todo estuviera en absoluto orden.
-Thanks
you- Se despidió el último masticando un chicle trasnochado al tiempo que
el curador que regentaba el Museo no terminaba de frotarse las manos celebrando
su éxito en silencio. Cuando la puerta se cerró, se desplomó en el fino sillón
de legítimo cuero de búfalo virgen y
lanzó un suspiro de alivio.
Momentos
después caminó repasando sus tesoros deteniéndose brevemente frente a
cada objeto expuesto para dejar volar su imaginación y fantasear sobre las
circunstancias en que los conquistadores se habían adueñado del botín en medio,
seguramente, de una sangrienta lucha.
Sus
ojos se posaron sobre una lanza cuya empuñadura refulgía tan escandalosa, que
parecía tener vida. La mitad representaba a un guerrero y la otra, a un león.
“Debió ser de un cacique”, pensó, e
impulsado por un malsano instinto levantó el vidrio de seguridad y arrancó la
lanza de su pedestal sopesándola, blandiéndola, mirándola como hipnotizado.
Cuarenta segundos después escuchó un estruendo y el grito de voces amenazantes.
Un disparo estalló en alguna parte mientras que tres encapuchados desarmaron al
sorprendido guardia que rogaba por su vida.
Uno
a uno, los legendarios objetos de oro fueron empaquetados en gruesos sacos,
mientras que el curador, aún con la lanza en ristre, buscaba la forma de
detener su ruina.
Fue
entonces cuando el encapuchado que daba las órdenes, se fijó en él.
-o-o-o-o-o-o-o-
El
periódico de ese día registró el hecho en su primera página. Según la noticia,
a cuatro columnas, arriba a la izquierda y firmada por un tal Manuel Pérez, el
guardia del Museo Dorado, “aún no sabe de
dónde carajos salieron los ladrones”, pero de lo que sí está seguro, es que,
cuando despertó, sentía un dolor punzante ametrallando su cabeza.
Cuando todo dejó de darle vueltas, fue que el guardia vio el cuerpo. Ahí
estaba, en toda la mitad de la sala en que se exhibían los valiosos objetos,
esos mismos, que se esfumaron por arte de magia con excepción de la lanza de
empuñadura dorada con cara de león, que aún permanecía allí: estática, fría y
mortal… sobresaliendo, teñida de rojo,
del cuerpo sin vida del curador español.
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