La
primera vez que lo escuché, fue en un bus que hacía la ruta Cartagena –
Turbaco. Iba camino a la Universidad Tecnológica de Bolívar a dictar una de mis
cátedras con el afán propio de quien suele llegar tarde. No sabía, en
principio, de qué se trataba el programa. Pensé que era uno de esos
humorísticos en que alguien imitaba grotescamente a un locutor radial.
Después
de explicar que a dos jíbaros los habían raqueteado y despojado de la
maracachafa y que había unos mandarinoskis llenando la plaza, los pasajeros se
destornillaban de la risa.
-Espérate
que ahora la va a agarrar contra el corrupto del Alcalde, lo interrumpió el
otro mientras el chofer, con la premonición misma del pasajero, le aumentó el
volumen a la radio.
Y,
efectivamente, el que estaba tras el micrófono improvisó un discurso lleno de
garrotazos letales, pero divertidos, contra el Alcalde de turno. A raíz de mi
“descubrimiento” empecé a indagar sobre el personaje –para mí hasta entonces
desconocido—y con sorpresa constaté que no solo divertía a su audiencia (solo
comparable con la de Edgar Perea en sus épocas de gloria) sino que, además, le
creían.
Con
el tiempo, me di cuenta que no solo era ese conductor quien se divertía en su
trabajo con las ocurrencias de Campo Elías, sino que todos lo escuchaban.
-Ese
man que nombraron en educación es “jopérico”- decía uno.
-¿Tú
lo conoces?- le preguntaba el otro asombrado
-No,
pero Campo Elías dijo que era “jopérico”
y seguro que es.
No
comprendí bien la acepción de la palabreja, pero sí comprendí que la palabra de
Campo Elías Terán en Cartagena, era palabra de dios.
Cartagena,
una ciudad caracterizada por la pasividad de sus habitantes; por la
“momificación” en sus deberes ciudadanos y por haberse acostumbrado a través de
los años a que lo natural era el desangre del erario; la poca inversión en los
problemas públicos, la exclusión social y la marginación del 85% de sus
habitantes, cifraba sus esperanzas en que, por lo menos, uno de ellos, hijo del
verdadero pueblo, podía elevar la voz por el resto que seguía enmudecido.
Para
Campo Elías no había problemas grandes o pequeños. Le daba lo mismo poner la
cara para denunciar que un colegio no repartía merienda a sus infantes, como
que en el concejo una manguala de corruptos desviaban recursos para beneficio
propio. La Policía, en muchas ocasiones, se vio en aprietos ante los
requerimientos audaces, sarcásticos pero fundados, de este periodista empírico
que le hacía más grato al cartagenero sus primeras horas del día. Consiguió con
su hablar deschavetado lo que plumas
excelsas; periodistas refinados, discursistas sesudos y profundos y
engrupidores de pacotilla jamás lograron en una ciudad atípica como la Heroica:
que le creyeran.
Y
esa credibilidad terminó convirtiéndose en un fenómeno de sintonía que traspasó
las fronteras de lo popular y se filtró, como rayo de luz, en medio de una
borrasca: su mensaje dicharachero, coloquial, frentero, gracioso, pero directo
y fulminante como jab de boxeador, terminó siendo escuchado por los de cuello
blanco quienes, con las cejas fruncidas, se espantaban entre cada sorbo de
whisky de 12 años, de lo que “el negrito
ese” lograba destapar. Recuerdo las palabras del inolvidable Ernesto McCausland
quien le dedicó una columna cuando su enfermedad se hizo pública: “… Se
maravillaba uno de verte en acción, hablándole al pueblo de tú a tú, en su
mismo lenguaje, su misma picardía, su mismo escandaloso dialecto perpetuado en
juerga de esclavos. Y lo más impactante, sin duda, la percepción de que este
gigante mulato, como un oso de Walt Disney, le estaba marcando el pulso desde
allí a la ciudad multicentenaria”.
Y es por eso, por el carisma que arrastraba multitudes y por el
amor legítimo que le profesaba un pueblo, es que no entendemos todavía qué le
impulsó a cruzar la barrera y entrar al corruptor, antipático y complejo mundo
de la política en que alguien revestido con esa inocencia natural, seguro no
podía afrontar. Y así fue. La política opacó su imagen de hombre de pueblo
comprometido con las causas ajenas y dedicadas a destapar la verdad. Sus nuevos
amigos oportunistas solo vieron en él un puente para llenar sus bolsillos y
usurpar poder, salpicando de paso su honradez. La enfermedad lo encontró en medio de un
ajetreo que no era el suyo: no en una cabina de radio alertando a los viejos
pensionados –los famosos mandarinoskys—a que las prepago los iban a pelar, sino
como un gatito en medio de una jauría de perros furiosos.
Y en medio del abandono del cargo por los estragos de esa
maldita enfermedad, se feriaron lo que queda de Cartagena estando él tan indefenso como un bebé, sin poder hacer nada.
Pero hoy Cartagena no llora porque murió su Alcalde. Llora
porque uno de ellos, del pueblo raso, uno que veló sinceramente por sus
intereses, uno que supo hablarle en su mismo lenguaje y que defendió a capa y
espada a los menos favorecidos a través de un micrófono puntual y batallador,
partió para siempre.
Se fue Campo Elías. A su estilo, un verdadero fenómeno de la
radio. Paz en su tumba.
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