Fue en tercero de bachillerato cuando un cura español, del
que ya no me acuerdo el nombre, nos puso a leer obras latinoamericanas en la
clase de Literatura. Repartió los nombres de las obras entre los 36 estudiantes
del salón de forma aleatoria y a mí me tocó, justo, Cien Años de Soledad de
Gabriel García Márquez.
Fue entonces cuando mi mamá rebuscó entre los entrepaños de
la vieja biblioteca y desempolvó un libro de Ediciones Sudamericana de 1967, en
cuya primera página aparecía la firma de mi tío Abraham Saad y todavía en lápiz
tenía el precio de venta: un peso y veinte centavos.
Contrario a los otros niños del colegio –en ese tiempo cuando
uno tenía trece años todavía era un niño—a mí la lectura me gustaba. De hecho,
Literatura era una de las pocas materias que aprobaba en ese exigente colegio
de curas españoles con caras tan rojas como la cáscara de queso holandés.
Quince días después no había pasado de la página 95, de las
casi 300 que traía la obra. Cada cinco páginas me obligaba a devolverme para
entender y ya no sabía, a ciencia cierta, quien era Arcadio, José Arcadio, Úrsula,
Aureliano y Amaranta. Algunas de las cosas que leía me resultaban extrañamente
familiar a mi región Caribe y por las clases de historia, tenía la certeza de que
los muertos de las bananeras eran los mismos de aquella matanza sucedida cerca
de Ciénaga, así como la guerra entre liberales y conservadores. Era, casi, una versión literaria de la historia reciente del país...pero entonces no pude entenderlo.
Debo reconocer que fue una lectura insufrible. Casi como un
problema de física cuántica para un alumno de trigonometría. Fue entonces
cuando comencé a pensar que Gabito escribía tan complicado que lo mejor, era
leer a otros. Y eso hice.
Con el tiempo me volví un voraz lector. Me apasionaba la
narrativa de ficción y le tomé gusto a Kafka, Oscar Wilde, Dumas, Capote, Poe y
Cortazar. Pero gracias a los créditos de
mi hermana con el “Círculo de Lectores”, descubrí a colosos de la “novela
negra” como Sidney Sheldon, Raidmon Chandler, Stephen King, Tomas Harris y
muchos más…pero no había descubierto aún a Gabito.
Fue en quinto semestre de Comunicación Social cuando una
agresiva hepatitis me mandó tres meses a casa. No podía salir y mi dieta me
ponía de mal genio. No existía el internet, ni celular, ni el Nintendo y mucho menos Play Station o Wii.
Frente a mí solo había libros que ya había leído. Todos…menos tres de Gabriel
García Márquez. De mala gana, tomé el más pequeño. Estaba casi sin carátula y
su nombre me llamó la atención: “El coronel no tiene quien le escriba”. Lo leí
de un sopetón. Casi sin respirar. Mi mamá, sobresaltada, entraba al cuarto
extrañada por el escandaloso silencio de la habitación. “No es tan malo García
Márquez”, pensé ignorante. Atrapé El Otoño del Patriarca, y en medio de algunas re-lecturas y consultas con mi padre, debí reconocer que el tipo de verdad era
bueno. ¿Te leíste Cien Años? –preguntó mi hermana-. Entonces lo recordé:
tercero bachillerato y ese libro que nunca pude terminar.
Empecé a leer. Recuerdo que eran como las siete de la noche y
cuando volví a mirar el reloj, entre carcajadas de asombro y de celebración de
ocurrencias inigualables, ya eran las dos de la madrugada. El libro estaba
terminando y no quería dejarlo ir. Fue ahí, cuando descubrí entonces, que la
narración tenía otro sentido. Un sentido lejos de las reglas, de lo
tradicional, de lo impuesto. Un sentido donde la creatividad y la imaginación
lo cubrían todo. Era mágico. Encantador. Como lo era Macondo, esa
universalización de Aracataca que le dio vida a lo que se conocería como
“Realismo Mágico”.
Años después, ya en el periodismo, su visión del oficio me
reafirmó que no iba en el camino equivocado pues siempre me quedaba esa
sensación de que el periodismo era otra cosa, mucho más allá, que escribir
noticias: había que contar la historia. Y en sus grandes reportajes por el
mundo, recogidos en dos inmensos volúmenes, sentó cátedra de cómo escribir un
reportaje y de la importancia de recobrar la crónica, como un género cercano a
la novela. Pero a la novela de la realidad.
Gracias a Gabito conocí a Simón Bolívar, el hombre, no el
mito. Descubrí cómo era Cartagena en los tiempos del cólera y cuánto podría
llegar a durar un amor. Me dejó boquiabierto en sus redacciones más
periodísticas que literarias: “Noticia de un secuestro” y “Crónica de una
muerte anunciada”, ambos, al mejor estilo del Nuevo Periodismo, relatando hechos
reales bajo la estilística magistral de su literatura.
Excelente, muy bueno...
ResponderEliminaragradable tu relato..bueno diciente!
ResponderEliminarAnuar muy bueno, corto y sustancioso.
ResponderEliminarMe gustó tu relato crónico de la manera cómo descubriste a Gabo
ResponderEliminarMe gustó tu relato crónico de la manera cómo descubriste a Gabo
ResponderEliminarConmovida...
ResponderEliminarRabo y oreja.
ResponderEliminar