Por Anuar Saad S.

Esa misma
noche del viernes, y mientras comía una ensalada de frutas para empezar a
combatir la gordura, comencé a hacer “zapping”. Empecé por la buena televisión,
es decir, los canales cerrados de cable y terminé, casi sin querer, en los
nacionales. Y ahí estaba la programación que ofrecía Caracol: “Tiro de Gracia”;
“Metástasis” y “El señor de los cielos”. Los tres programas, en la franja
Triple A del Canal, tenían rasgos
comunes: delincuencia, narcotráfico, sexo y asesinatos. Y por si alguien
pidiera una “ñapita”, en medio de los comerciales promocionan su nuevo coctel
de terror: “Esmeralda”, que gira sobre la violencia esmeraldera en el país.
Será que si somos lo que comemos… ¿también somos lo que “vemos”?
Nadie duda
que la televisión sea un negocio. Y que, como negocio que se respete, debe
generar ingresos y, en el caso de la “caja mágica”, los ingresos se dan en la
medida en que se mueva el rating. En medio de la sombría crisis que por años atrapó
a las dos cadenas, de la nada se les apareció una “fórmula mágica”: Violencia,
sexo, terror, narcotráfico, ingredientes indispensables para mover la brújula
en el morbo natural de una teleaudiencia que transitaba entre la indiferencia y
el hastío. Y llegó “Sin tetas”. Luego, El Capo, “El cartel de los sapos” y sus
consabidas malas sagas. Luego, los 3 Caines y Escobar, entre otras muchas.
Aceptando que
la televisión es el espejo de la sociedad, que retrata la identidad cultural y
representa la cotidianidad, RCN Y Caracol podrían defenderse con sobrados
argumentos, entre ellos, que la violencia ha hecho parte de la vida de los
colombianos en los últimos 60 años y tres generaciones han vivido en carne propia
el precio de la alocada barbarie. La cultura fue permeada por el narcotráfico,
desde los folclóricos, estrambóticos y letales capos de la bonanza marimbera,
hasta los sofisticados caballistas partícipes de los carteles de la cocaína. Y
si a eso le agregamos la violencia partidista; las guerrillas y los
paramilitares, podríamos asegurar que el “único pecado” de nuestra TV, es
representar la realidad.
Pero no es
así. La calidad de nuestra televisión seguirá en entredicho mientras que no
haya propuestas novedosas y creativas que exploren otras facetas de nuestra
identidad. Que acerquen al televidente con una cotidianidad más amable, ojalá
prometedora, que nos vaya alejando del estigma cargado de narcoterror con el
que tenemos que vivir.
¿Dónde está
el humor en la televisión colombiana? Desde los tiempos de Yo y Tú y Dejémonos de vainas,
no ha existido un programa que logre sacar una sonrisa a los televidentes. Y si por ese lado llueve, por los programas de concurso
no escampa: son un relleno mal formulado del que solo se salvan algunos realities de cantantes que ya se tornan
repetitivos.
Es por eso
que un televidente del común, ese que se levanta sintonizando el primer
noticiero en la mañana y que en la noche, después de la jornada laboral se
desploma sobre su sillón favorito para “entretenerse”, puede terminar con un
frasco de Valium en la mano: entre
los muertos de verdad verdad de los noticieros –el hijo que asesina al padre,
el padre que asesina al hijo, la madre que mata a sus pequeños, los pequeños
que son muertos por un conflicto de tierras, el celoso que incinera a su mujer
y las virulentas y repetidas declaraciones del Senador Uribe—y los “muertos de
ficción”, podría concluirse que, más que televisión, estamos ante un inventario
sangriento. Un inventario que, además, no deja descansar el alma. Es la excesiva
violencia en nuestra TV –la misma a la que acceden niños de todas las edades
sin restricciones—que después se replica en la intolerancia ciudadana.
No estamos
pidiendo una televisión para mojigatos. Pero sí una que le de alternativas al
televidente. Que después de un “Tiro de gracia” pueda ver una serie de corte
internacional cuya trama no sea muertes, narcotráfico y sexo. Que podamos reír
los sábados y domingos y que la creatividad de los libretistas nos haga
sentirnos orgulloso de nuestro talento. Una televisión que, aunque todo el
mundo sabe que no es ni será educativa, pueda rescatar nuestros valores y
tradiciones, más allá de los tugurios de muerte; de las pandillas asesinas y de
la prostitución infantil. Una televisión, quizá utópica, en la que algún día
padre e hijo puedan sentarse a ver juntos sin sentir vergüenza. Una en que los
noticieros no se limiten a registrar noticia tras noticia, sino donde se haga
verdadero periodismo. Un periodismo interpretativo en que la crónica, el reportaje y el perfil,
tengan cabida y que la gritería disonante de una rústica presentadora de
farándula, no sea su plato principal. En fin, una televisión que nos haga soñar
con que la paz, sí puede ser posible.