Por
Anuar Saad
Mientras trataba de sortear un enorme
trancón en toda la esquina de la carrera 43 con la calle 82, justo en frente de
lo que ahora es una estación de gasolina, no pude evitar un suspiro de
nostalgia y, aprovechando que iba acompañado de mi hija de doce años le comenté
emocionado: “hija, justo ahí, donde está esa gasolinera, quedaba un cine al que
iba casi todas las noches: el teatro Coliseo”.

Traté de explicarle en vano que hasta hace
unos quince años existían cines en los barrios. Cines en los que, por lo
general, te encontrabas con la misma gente; al que asistías en manada y en los
que le comprabas a los septuagenarios vendedores de dulces en sus afueras las
golosinas y mecatos que después disfrutarías con deleite. No pude sentir una
punzada de dolor cuando la vi explotar en carcajadas al describirle que algunos de los teatros eran sin techo y
que, pagando una película, podías ver dos. -¿Sin techo? Guácala- me dijo y me
miró con la consideración con que uno ve a los ancianos.
El San Jorge, El Coliseo, El Capri, El
Mogador, El Rialto, Cinelandia, Metro, Cinerama 84, ABC, entre otros muchos,
hacían parte de la programación cotidiana de cualquier adolescente. Las
películas de combates de artes marciales –en pleno apogeo de Bruce Lee y Chuck
Norris- y las legendarias del oeste, no podían faltar en la cartelera que,
además, los teatros sin techo, aderezaban con una que otra película subida de
tono en sus contenidos sexuales que, a la larga, era la atracción central para
jóvenes y adultos.
Eran épocas en que se respiraba vecindad;
los muchachos –a falta de blackberry, Iphone o Galaxys, nos las arreglábamos
con bolita de uñita; trompo, patinetas construidas por nosotros mismos con
madera y balineras y eternos partidos de bola de trapo en el que al final nadie
sabía quién ganaba porque siempre se perdía la cuenta.
Ir a cine era ir a cine. No a comer, ni
modelar, ni ver vitrinas. Para eso estaba la calle 72 donde los almacenes se
nos antojaban fulgurantes y sus productos eran objetos del deseo. Ahí cerca
estaba la Heladería Americana, “Doña Crema”, “Pastel de Oro” o Crema King.
Después llegaron las pizzas (cuando la larga era realmente larga y no un
círculo microscópico como las de hoy) y se combinaba el ir a comer primero y
después, ir al cine.
Aunque hoy podría ser algo de no creer, el
momento más esperado por los espectadores era ese en particular cuando, justo en
la escena que se desentrañaría la trama de la película…la cinta se dañaba y la
pantalla quedaba en blanco.
Como impulsados por resortes invisibles
dirigíamos la vista allá atrás, a lo alto, donde escondido en un vidriecito
estaba el proyectista. El perverso culpable de que la película haya sido
interrumpida. Entonces todos, a la vez, vociferábamos desde el fondo de nuestra
alma, tal como si se tratara de un gol del Junior contra Millonarios… ¡Guayabaaaaaaaaaaaaaaa!
No importa quién era el proyectista ni en
qué cine se reventó la cinta: todos tenían para nosotros el mismo nombre:
“Guayaba”. Me complací durante años gritándolo sin saber a ciencia cierta por
qué diablos se le decía guayaba, y no volví a pensar en ello. Al fin y al cabo,
los refinados centros comerciales; las películas en 3D, 4D y salas tan
exclusivas con restaurantes incluidos, que parece mentira que solo se vaya a
ver cine, me hicieron olvidar ese recuerdo de mi niñez. Hasta ayer.
Ahí estaba el estudiante. Escudriñando mi
rostro mientras leía su trabajo, como tratando de descifrar por mis gestos si
lo que leía, me gustaba o no. Tal cuál como yo escudriñaba hace 20 años el
rostro de la gran Olguita Emiliani (la fiera editora de El Heraldo en esa
época) para ver si mi trabajo se publicaría o si, por el contrario, me lo
aventaría en la cara partido en mil pedazos.
Después de leer el texto le pregunto al
joven cuyo trabajo era sobre la desaparición de los cines de barrio, por qué le
gritaban “guayaba” al proyectista. El futuro periodista mordisqueó el
bolígrafo, miró al techo, vio de reojo a sus compañeros y al final, contestó lo
mismo que yo hubiera contestado: -No lo sé-
Intrigado bajo el peso de mis recuerdos,
decidí hacer un rápido trabajo de reportería y empecé a preguntar a personas de
mi generación si tenían idea de por qué bautizamos así a los encargados de
proyectar la cinta. Muchos no tenían idea, y otros contestaron lo mismo: uno de
los más afamados técnicos de proyección desde la época de los 70, tenía ese
apodo. Y cuando un impase interrumpía el filme, todos quienes ya le conocían le
reclamaban coreando su apodo. Al final, y ya desaparecido el original
“guayaba”, el término sirvió como voz de protesta cada vez que una película se
detenía o, también, capaba pedazos originales de la cinta.
El grito de “guayaba” marcó una
generación. La generación de cabello largo, patillas frondosas y pantalones
bota ancha. La generación que creció jugando en las calles destruidas de esa
vieja Barranquilla y que vivió la niñez en todo su esplendor. Esa misma que
hoy, con nostalgia, en medio de una moderna y casi escondida sala de cine en un
centro comercial, se muere de ganas que algún impase técnico perturbe el
recorrido de la moderna proyección digital, para gritar ante el espanto y la
sorpresa de los jóvenes espectadores – No joda guayabaaaaaaaaaa ¿y qué pasó?-
Y, como el famoso libro, solo nos queda el
lejano… “olor de la guayaba”.