Estimada Marcela:


Cuando por curiosidad malsana me atreví a ver uno de
esos videos que algunos desocupados montaron en las redes sociales (incluso
algunos con titulares vulgares) para tratar de intimidarte, me divertí de lo lindo viéndote, con ese
desparpajo admirable, inventar pasos de baile, esos mismos que los que no damos
pie con bola en ese arte, recurrimos para mamarle gallo al asunto complicado de
bailar bien.
No soy quien para juzgar si lo haces porque no bailas
como quinceañera en La Troja, o porque simplemente te da tu “real” gana de
hacerlo para incorporar repentización, impertinencia, diversión y creatividad a
tus presentaciones. Sea cual fuere el motivo, yo lo aplaudo. No tienes que
parecerte a ninguna otra reina ni, mucho menos, dejar de ser como eres solo
porque tienes un traje de cumbiambera y una corona en la cabeza. Eso es lo que
te hace más interesante: eres auténtica.
Y si este Carnaval es, como lo promulgas y lo
reafirmaste en El Bando, “una sola gozadera”, cada cual puede gozarlo como le
venga en gana, mientras que no atente con los derechos del otro. Y hasta donde
sé, inventar pases de baile; mamar gallo con una u otra morisqueta mientras
suena una puya o una cumbia, no le hace daño a nadie. Y sí, también lo comparto:
al que no le guste “que se muerda el codo”.
Ahora que entramos en confianza, debo confesarte algo:
durante mi niñez, mi adolescencia y mi juventud, siempre inventé una excusa
para no bailar, incluso, cuando alguna mujer se atrevía a pedirme que bailara
con ella inventaba una lesión de los meniscos; una reciente operación del
tobillo y, a veces, una amputación del dedo gordo del pie. El asunto, Reina, es
que jamás me atreví ni hacer el “pase del robot”, ni el de “faraón egipcio” y
mucho menos el “arrebato epiléptico”. Me quedaba en el sillón viendo como las
lindas muchachas bailaban con todos y yo ahí, solo y aburrido. Y todo por temer
al “qué dirán”. Cosa que tú has demostrado de forma suficiente que no va contigo. Lo tuyo es la alegría, la
“gozadera”, el baile (con innovaciones incluidas) y la aventura de lanzarte,
así sin más, a escribir tu propio libreto que leerías en El Bando, cosas que
pocas reinas –que tal vez eran más “armoniosas” en sus movimientos del baile,
se han atrevido hacer.
Este bullying del que fuiste víctima (o te creyeron
hacer víctima) demuestra que los barranquilleros no somos tan liberales como
decimos; ni tan desarrollados como queremos aparentar; ni tan de vanguardia
como tratamos de posar a veces y, mucho menos, tan descomplicados como nos
creen en el país. Quedamos como una partida de “ñoños” haciendo un caos por
migajas, sin entender que –tal vez sin proponértelo—estás tratando de que el
Carnaval retorne a su gozadera del bordillo; a su identidad de barriada; a su
liberalidad de disfrazarte y bailar como quieras y a (lo más importante) la
urgente necesidad de respetar al otro.
Con un abrazo monocuco,
Anuar.
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