Por Anuar Saad

Si las ciudades tuvieran embajadores, no cabe duda que el de Barranquilla hubiese sido Edgar Perea. Gracias a los comentarios de “El Campeón”, la ciudad se paralizaba desde la 1 hasta las 4 de la tarde, cuando retumbaba en toda la radio esa música inmortal compuesta por el italiano Ennio Morricone, que era la banda sonora de la película protagonizada por Clint Eastwood “El bueno, el malo y el feo”, señal inminente de que iba a empezar “Comentando los Deportes” y, con él, comenzaba también la arremetida diaria de Perea contra técnicos, futbolistas, colegas de la radio, políticos y hasta empresarios que no le habían cancelado la publicidad del mes. Como decimos por acá, “El Negro” no respetaba pinta.
Pero era eso precisamente lo que la gente amaba de Perea. En una
sociedad hipócrita, él era el único que se atrevía a llamar (como el mismo se
ufanaba de hacerlo) “al pan pan y al vino vino”. Su participación en el
programa “La Polémica”, moderada por Hernán Peláez Restrepo, era lo que
mantenía la sintonía del programa. Todos los comentaristas de Bogotá, Cali y
Medellín, en gavilla, se iban lanza en ristre contra el Negro quien, los
despachaba uno a uno con ese desparpajo que lo haría inmortal.
Sin internet, sin WhatsApp, sin
Facebook, Edgar Perea Arias fue escuchado, seguido y replicado por todo el
mundo. Narró todo lo que quiso y estuvo presente durante más de 45 años en
todas las gestas deportivas de Colombia: fútbol. boxeo, béisbol, ciclismo eran
sus deportes predilectos para narrar y comentar. Vio coronar a varios
boxeadores colombianos como campeones, entre ellos, el título inolvidable de
Kid Pambelé. Acompañó a los pugilistas a los lugares más recónditos y se
adaptaba a las costumbres del país que le tocaba. Fue célebre su anécdota en
Corea, donde le sirvieron culebra y él, sin más ni más, la devoró toda, ante la
mirada atónita de sus colegas.
La primera vez que pude hablar con él en persona, yo tenía 18 años y
estaba cursando cuarto semestre de Comunicación Social en la Uniautónoma del
Caribe. Debía presentar como trabajo de clases una entrevista a mi profesor
Walter Bernett. Se me ocurrió entrevistar a Perea. Y ahí estaba yo: esperando
afuera de la cabina a que el personaje me regalara unos minutos. Horas después,
cuando ya pensé irme, su vozarrón me anunció que había salido. -¿Óyeme y quien
es el peladito que me busca? –gritó con ese tono de trueno a lo que la
secretaria, sin levantar la cabeza, me señaló. Recuerdo como si fuera ayer su respuesta a la pregunta de qué le
recomendaba a los estudiantes de periodismo. “Trabajar mucho” –dijo- y remató
con ese porte hazañoso que lo acompañaría hasta su tumba: “Porque para tener un
Mercedes como el mío hay que llegar a lo más alto”.
A pesar de sus enfrentamientos agrios, nunca guardó rencor por nadie. Una vez, mientras departía con un
grupo de colegas en un asado en casa de Fabio Poveda Márquez con motivo de su
cumpleaños, Fabio –ya entonado—me dijo sobre Perea, que siempre era tema de
conversación: –No Anuar. Con ese negro nadie puede. Una tarde me llamaron a la
emisora para que escuchara las barbaridades que Perea estaba diciendo sobre mí.
Todo porque yo apoyaba al Zurdo López y él había hecho una campaña para que se
fuera. La tomó personal contra mí. Me llené de furia y volé hasta su emisora
con la intención de clavarle la mano.
Entré raudo y ahí, por los parlantes, seguía oyendo sus insultos. Empujé la
puerta y fue cuando Edgar se percató que yo estaba ahí. Se levantó, tomó el
micrófono y al aire dijo: “Fabio, el maestro, el gran amigo, el mejor
comentarista me visita en la cabina”…
Fue tan grande, que todos los
políticos en campaña intentaban seducirlo para que hablara bien de ellos. Por
poco fue Alcalde de Barranquilla. Con su estilo único, se hizo Senador de la
República, y también fue Embajador.
Hace 30 años empezó a negociar con
Fuad Char para que este le vendiera una de sus frecuencias radiales. Después de
acaramelados meses de negociación, el Senador le vendió la emisora y nació
“Radio Mar Caribe”. No había pasado una semana cuando por esa misma emisora, le
daba garrote del bueno al empresario quien le reclamó indignado: “Edgar, por
qué me tratas así si te acabo de vender a un precio irrisorio la emisora”, a lo
que “El Campeón” le respondió: “La emisora Fuad, la Emisora… y ya te la pagué.
Porque a mí no me compra nadie”.
Varias generaciones de colombianos
crecimos escuchando a Perea. La narración deportiva en el país se dividió en
dos: antes y después de El Negro. Los que empezaban querían ser como él; los
otros, hacían esfuerzo sobrehumano para que alguien los escuchara. Su voz era
una gran manta que cubría toda la ciudad y la Costa Caribe. Se rumoraba que,
con excepción de Fabio Poveda Márquez quien tenía una enorme sintonía propia,
los demás comentaristas de la época, para ser escuchados, tenían que meterse
con Perea, a sabiendas que éste nunca evitaba un enfrentamiento. En uno de
esos, contra un colega de Cali, la Ministra de Comunicaciones de la época Nohemí
Sanín, le suspendió la licencia por dos meses y no pudo narrar en Colombia. Y
un 6 de diciembre, dos meses después, reapareció como un mesías: llegó en
helicóptero al centro de El Metropolitano, todo vestido de blanco, y al
bajarse, se tiró de bruces sobre el césped mientras la multitud coreaba: “¡Campeón…Edgar
Campeón!”
Seducido por una oferta millonaria
Édgar se radicó en Bogotá donde sepultó a todos los narradores deportivos y,
como en el Metropolitano, se volvió allá el dueño de la sintonía. Ese gigante
chocoano, hecho en Barranquilla, ciudad que lo adoptó, no murió. Su grandeza lo
volvió inmortal y hoy, los jóvenes que jamás lo habían escuchado, no pudieron
evitar sorprenderse con la retransmisión de sus goles, forma en que sus colegas
le brindaban homenaje. Goles que quedaron grabados para la eternidad.
Allá dónde se encuentre –donde seguro
van los grandes—estará buscando motivo para comentar, criticar o polemizar sobre algo y, por qué no, narrar
un partido de fútbol entre todas las glorias que ya se han ido. Y acá, en su
tierra, donde nos ha dejado huérfanos a todos, seguirá retumbando en nuestras
mentes y corazones aquella frase con que solía despedirnos: “Que sigan siendo
felices… ¡Édgar les dice!”.
MUY GRANDE, Q.E.P.D.
ResponderEliminar