Si se pudiera cruzar al hombre con el gato, sería una gran mejora para el hombre.”Mark Twain
Puede sonar exagerado. Para muchos, incluso, una blasfemia.
Pero uno de las mejores personas que he conocido en mi vida, fue mi gato. Y
parafraseando el refrán popular, podría jurar que entre más conocía a las
personas, más amaba a mi gato. No era un gato cualquiera, aunque apareció en mi vida, como
cualquiera: ahí me lo encontré, en la cocina de mi apartamento, tratando con
sus pequeñas patitas de abrir el horno. La escena era para morirse de risa. No
media más de 15 centímetros y apenas si caminaba bien, pero quería llegar al
fondo de esa “caja fuerte” en la que recién habíamos horneado una comida.
Pensando que no era de nadie, todos los días le poníamos un
poco de comida y leche en la puerta. Al cabo de tres semanas, ya ronroneaba por
los muebles y, atrevido hasta la tumba, se desparramaba en mi cama para dormir
profundamente.
Una tarde, después de llegar del trabajo, una señora en
silla de ruedas me detuvo para decirme que había notado que su gato se ausentaba
bastante de su casa y que cuando llegaba a la noche, ya no quería comer.
Explicó que el guardia del edificio le había contado que su gato era el mismo que
yo también cuidaba. Aunque traté de explicarle que lo hacía porque pensaba que no
tenía dueño, no hubo necesidad. –Quédeselo- me dijo –Yo no puedo cuidarlo tan
bien como ustedes- Y así fue como “Micifuz”, pasó a ser el rey de la casa.
Su primer año de vida fue más virtual que real. Era más el
tiempo en que se perdía en aventuras interminables y solo lo veíamos llegar para
comer y tomar agua. Cariñoso en extremo, sabía chantajear para pedir más
comida. Sus encantadores ojos amarillos y su parecido increíble con un pequeño
tigre, hacía imposible decirle no.
La vida alegre y promiscua de Micifuz empezó a terminar un
14 de diciembre de hace 5 años cuando, en medio de una celebración familiar, el
bandido puso pies en polvorosa y huyó. Pensamos que, como siempre, a las pocas
horas, sucio y hambriento, regresaría. Pero pasaron los días y de Micifuz, ni la
sombra.
Un medio día de marzo del siguiente año –casi tres meses
después—sentimos que algo se arrastraba por las escaleras. Lo que quedaba de
Micifuz estaba ahí: con la quijada destrozada, las costillas fracturadas y una
patica lastimada. Pero, increíblemente, se recuperó. En la clínica donde fue
atendido sugirieron castrarlo y así lo hicimos. El pequeño gato empezó a crecer
y a engordar. Ya no le atraía la calle y pasaba sus días ronroneando entre las
sábanas de mis hijas o las mías. Se trepaba al balcón del cuarto piso y con equilibrio
impensable caminaba por los 4 centímetros de muro y ahí se quedaba vigilante recibiendo
la brisa fresca de Los Nogales. Todo transeúnte que pasaba se detenía a sacarle
una foto: era una misma efigie griega, amarilla y peluda de ojos refulgentes. Un
ser lleno de bondad y gratitud, la misma que le falta a muchos que se decían
amigos, esos mismos que “predican” bondad y generosidad pero en su vida han sabido
brindarla.
Mis amigos, los amigos de mis amigos, vecinos y familiares,
aprendieron, como yo, a amar a Micifuz. Me esperaba, como perro guardián, justo a las seis de la tarde
en una silla en la terraza. Apenas escuchaba el ronquido del motor de mi
carro, se ponía alerta, expectante y
contento. Desde las siete de la noche, hasta que el sueño me venciera, quedaba
ahí en el piecero de mi cama hasta que decidía, que era hora de bajar a su
refugio: Y es que Micifuz no vivía con nosotros. Para mi gato, éramos nosotros los
que vivíamos con él.
Durante siete años este gato maravilloso iluminó nuestros
días. Por esas malditas coincidencias del destino, el mismo Día Mundial del
Gato, cayó enfermo. Fue operado y tratado con los mejores recursos, pero todo
fue en vano: una mortal infección en su tracto urinario, terminó matándolo y matando así,
con él, nuestra alegría.
Se fue Micifuz, seguramente al cielo de los gatos donde
estará, como siempre, haciendo de las suyas y conquistando a todos con esos
ojos de oso de peluche. Gracias por todo gato mío. Contigo aprendí a ser mejor
persona. Pero jamás, tan bueno como tú.
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